A las dos semanas, de morir Franco el telediario dio la noticia de que el Gobierno bajo la Jefatura del Estado del Rey Juan Carlos, daba por fin permiso a la empresa PRISA –tras cinco años denegándoselo– para editar el diario El País, añadiendo que, con tal motivo, PRISA convocaba seis becas de 15.000 pesetas mensuales para estudiantes de periodismo.

Era entonces yo un cazabecas. Disfrutaba una del Instituto de Emigración, de 15.000 pesetas anuales,  por ser hijo de emigrante, en Alemania desde 1960; otra del ministerio de Educación de 10.000 pesetas anuales, que tuve a lo largo de todo el bachillerato, y una tercera de Instituto Alemán de Madrid, que pedí al no tener dinero para matricularme y perfeccionar mi alemán, aprendido de pequeño en un internado de Westfalia.

– «Aquí no se dan becas», me contestó la secretaria, una alemana muy alemana.

– «Quiero  hablar con el director», repliqué.

– «No es posible. El director no puede recibirle» me dijo, ya harta del joven estudiante español. 

Salí del despacho y recorrí el pasillo leyendo los letreros de las puertas hasta localizar el que ponía “Director”. Llamé y pasé. Tras explicarle que mi padre era uno de los tres millones de inmigrantes que habían hecho posible el “milagro alemán” de la década de 1960, pero que no ganaba lo suficiente como para pagarme estudios extras, el director decidió hacer una excepción. Me acompañó al despacho de la señora “Rottenmeier” que me acababa de despedir sin contemplaciones y le dijo que me matriculara gratuitamente en el curso que yo solicitara. Así lo hizo la pobre mujer mirándome de reojo.

Pude sacar en dos años el diploma de alemán del Goethe Institut, preceptivo para acceder a becas en las universidades germanas. Iba al Instituto Alemán tres días por semana, escapándome a mitad de clase de la última hora de la Facultad de Ciencias de la Información, donde estudiaba la rama de Periodismo. También frecuenté en esos años de 1974 a 1976 el British Institut, de la embajada británica; el Washington Irwin de la embajada de EE.UU y el Instituto Francés, de la embajada de Francia, donde mi pareja, Teresa Vicetto, continuó hasta sacar el título del último curso. 

Entre las tres becas que disfrutaba no cubría ni la mitad de las 6.000 pesetas mensuales –la cuarta parte del salario de obrero de mi padre en Alemania– que me costaba vivir en Madrid. Necesitaba con urgencia conseguir dinero para, por ejemplo, poder pagar el autobús y no tener que ir andando a todas partes, o comprar los libros que necesitaba. Mi primer trabajo lo realicé en segundo de carrera para los ya entonces afamados periodistas, Miguel Ángel Aguilar y Jubi Bustamante. Nos encargaron, a Fernando Vazquez, compañero de clase que me incorporó a la tarea, y a mí, revisar en la Hemeroteca Nacional los secuestros de publicaciones ordenadas bajo el mandato del entonces ministro de Información, Pio Cabanillas, al que al final del fraquismo se le presentaba como aperturista y hasta fue represaliado por ello. Contabilizamos ¡sesenta!… ¿Cuántos secuestros  de publicaciones harían entonces los no aperturistas?, me preguntaba mientras redactaba aquel mi primer trabajo.

Empecé también a traducir del alemán, por recomendación de otro compañero, Joaquín Rábago, que trabajaba en la revista Triunfo.

De las diferentes publicaciones para las que hice traducciones recuerdo los reportajes de temas internacionales o de divulgación técnica para la revista Personas. Esta publicación fue la primera que combinó la publicación de información seria, de periodismo de investigación, con fotos de chicas sexis en portada y en las páginas centrales, fórmula que luego copio con gran éxito, ya con desnudos, la revista Interviú. 

Aún no había empezado la época del “destape” y era el primer intento de romper la represión sexual. Aunque en Personas nunca salieron más que modelos en bikini, una postura “indecente” de una de ellas, a cuatro patas en una de las fotos, provocó la ira del censor. La revista fue secuestrada, debió de ser a finales de 1975 y su director condenado dos años más tarde, cuando se dictó la sentencia del juicio, a 19 años de inhabilitación profesional. 

Eché pues, en aquel ambiente tormentoso, lleno de incertidumbres sobre el futuro, mi solicitud a una de las seis becas que anunciaban con motivo del lanzamiento del diario El País. Cuando pedí el impreso al bedel de la Facultad le pregunté si lo había solicitado ya mucha gente. «Habré dado como seiscientos», dijo. Tanta competencia no me amilanó. Lo rellené. Necesitaba la beca. Una mañana sonó el teléfono en la casa donde me hospedaba. Rara cosa –debía ser la primera vez que alguien me llamaba por teléfono– preguntaban por mí. Una voz femenina me comunicó que me habían concedido la beca. Debía presentarme el 29 de marzo de 1976 en la sede del diario. Ese día crucé Madrid, loco de alegría, en metro, autobús y andando, hasta llegar a un polígono industrial del extrarradio de la ciudad, a buscar mis 15.000 pesetas. Semejante fortuna, seis meses seguidos, me sacaría de pobre. 

Pero la sorpresa fue mayúscula. En lugar de pedirme firmar un recibí, apareció una jovial mujer llamada Beatriz Rodríguez Salmones. Con gran amabilidad me dijo la siguiera. Me condujo a la tercera planta del edificio de Miguel Yuste, 38 y me mostró una mesa en ángulo de cinco metros. El sueño de mi vida. Siempre había renegado de las mesitas de un metro, que eran las que cabían en las habitaciones a las que hasta entonces podía aspirar, sin poder extender libros y mapas. La confusión fue total cuando dijo: «Es tu mesa de trabajo. El horario, de 10 de la mañana a 5 de la tarde, con una hora de pausa para almorzar. Tenemos comedor de empresa». Recuerdo musité: «Pero, es que no puedo trabajar. Tengo que estudiar» y añadí, «Venía solo a cobrar una beca, que me dijeron me han dado».

La cara de Betina me escudriñó con más atención. Procesó lo que acababa de oír a la velocidad que la caracterizaba. Dijo al instante: «No te preocupes. Ven cuando puedas. ¿Qué horario quieres hacer». 

Fue inútil resistirse. Caí en las garras de la vida laboral. Acababa de encadenarme a la pata de la mesa de redacción. Debía olvidar mi plan de cazar becas de las de verdad. Adiós a mariposear de campus en campus. Adiós a la vida intelectual, diletante, bohemia. Me ponían a trabajar, con 23 años recién cumplidos, sin piedad ni remordimiento. Adiós a las universidades de Friburgo, Lovaina, Estrasburgo, Bolonia, Oxford, Massachusetts, Tokio, Moscú, Ginebra, donde las tenía planeadas, alguna incluso ya apalabrada. Donde me las concedieran, hasta cubrir los nueve años de exilio en los que no podría pisar España si quería eludir la cárcel por negarme a hacer la mili. Nueve años tardaba en prescribir el delito de prófugo. Lo que no prescribía y te marcaba de por vida era que, eludir la mili, en la cárcel o en el exilio, la inhabilitación para presentarse a oposiciones de funcionario.

Empecé el 1 de abril de 1976, integrándome sin más preámbulo en el equipo de cincuenta periodistas seleccionados para formar la redacción del diario El País,  que estaba a punto de empezar a confeccionar el primer número cero. Me presentaron a mi compañero de mesa, Carlos Gurméndez, con el que tenía que trabajar. 

El País había adquirido los derechos de las crónicas de guerra de Camboya –continuación de la de Vietnam– del corresponsal del diario suizo Neue Züricher Zeitung en el Sudeste asiático y habían contratado para traducirlas del alemán al filósofo Carlos Gurméndez, colaborador de la Revista de Occidente, que había sido discípulo de José Ortega y Gasset, padre del fundador y presidente del diario El País, José Ortega Spottorno. Gurméndez era un intelectual marxista de renombre. Con cuarenta años de exilios a sus espaldas por republicano comunista había dado tumbos por diferentes países y dominaba a la perfección cinco idiomas. Sus conocidos eran Sartre, Picasso, Alberti… pero, el pero era muy grande en una redacción, solo escribía a mano. No sabía teclear a máquina. Entrado en años, se negaba a intentarlo. Pertenecía a la escuela de los sabios de antes de la Guerra, que dictaban los textos. Como lo de dictar no era factible en el frenesí del lanzamiento de un diario, decidieron que escribiera a mano y una secretaria del director pasara sus manuscritos a máquina en el papel pautado de la redacción, el reglamentario para facilitar la labor a los correctores, los maquetistas y a quienes picaban el texto para la rotativa. Pero la caligrafía de Gurméndez era de peor letra que la de médico. Era indescifrable, tan infernal que la secretaria presentó su dimisión. O ella o Gurméndez. 

Recordaron que al hojear las 600 solicitudes de las  becas, una incluía una hoja que ponía en grandes letras: Goethe. Sacaron el expediente del montón. Era un título de alemán del Goethe Institut. Eso, unido a que en el primer año de periodismo estudié a fondo, preocupado por el reto de pasar de Ciencias a Letras, y saqué buenas notas, hizo que se decidieran a seleccionarme, a pesar de estar aún en tercero de carrera. Siempre que me tropezaba con el jefe de personal del diario El País, Federico Santamarina, decía jocoso a sus acompañantes: «A éste le enchufó Goethe» refiriéndose a que cada becario había venido recomendado por alguien de redacción, menos en mi caso.

Tras veinte números cero, El País vio la luz el 4 de mayo de 1976.